Si yo pudiera pondría una flor sobre el pecho de tu ternura muerta y me resignaría. Si nada más pudiera lavarme el alma de este dolor con una lágrima, o caminar indiferente por esos sitios que recorrimos juntos, cuya sola presencia me desgarra.
Morir, perderme, destrozarme, huir donde no estén tus ojos; adonde el hilo más delgado de tu voz no exista y tu gracia perfecta no sea más que nube no mirada; donde tu nombre no se vuelva angustia, ni tu palabra herida, y tu sonrisa no me pueble las noches de estrellas y de lágrimas.
Perdona que te escriba desde un lugar cualquiera, pero no tengo un sitio que me invite al descanso; perdona que no diga tu nombre porque temo que el viento mortal lo desintegre. Queda aquí, resguardado en esa íntima, silente soledad que me enseñó a encontrarlo muy adentro, encendido y constante en la vigilia. ¡Pero si no estoy triste! Sólo que es muy difícil, fatigoso el retorno a las profundidades de mí mismo.
En este viaje interno, descendiendo hasta el fondo de mí, hacia mi abismo, en busca de una luz, de una señal perdida que me conduzca a la morada donde mi alma sola reclama una respuesta a su cansancio de indagar en vano.
Y nada sé de mí, nada que aclare el enigma que ronda cada sueño, cada fulgor que apaga en la tiniebla, la imagen impasible en el espejo. Me quedo aquí, al principio de esta espiral eterna, en busca de las huellas luminosas que guíen mis pasos al soñado hallazgo del amor o de la muerte.