miércoles, enero 31, 2007

EL ANDÉN


Este relato sólo me concierne a mí y lo termino el 31 de enero. Da cuenta de hechos reales, fortuitos, llenos de todos los sentimientos posibles que no me detendré a enumerar porque cansaría y aburriría a ese lector solitario que por azares del destino se asome a mis letras. Aunque estoy seguro de que él, si tiene alma, comprenderá y compartirá mi pesar, mis lágrimas y mis estupideces.

Hace algún tiempo, no mucho, caminaba yo por los andenes de una vieja y olvidada estación. Hacía lustros que un tren no se veía por allí. En cambio, hombres y mujeres sin esperanza habían hecho de ella un cálido hogar donde refugiar recuerdos, hambre, tristezas, amarguras y desolación. La muerte rondaba a diario por ahí, frotándose las manos y cargando esa inmensa bolsa que le sirve de puerta para llevar a tantas almas hacia Dios sabe dónde.

La mirada puesta en el infinito, los pies marcando pasos sin rumbo y la mente divagando en mil cosas, hacían de mi andar un mero deambular; un ir y venir sobre losas quebradas y contornos grises. De vez en cuando uno de esos pobres y olvidados seres alargaba su brazo hacia mí como pidiendo no un pedazo de pan, sino una caricia; un poco de abrigo y comprensión; acaso un abrazo y si mucho...un beso. Su carga no era tan sólo la falta de alimento. Era sobre todo falta de amor. Una carencia de muchísimos años y quizá de toda la vida. Sus rostros, que a más de macilentos aparecían zurcados por huellas imborrables dejadas por millones de lágrimas derramadas injustamente, quedaban grabados en mí uno a uno y me transmitían el peso abrumador de su dolor sin límite. Sin embargo, no sé porqué, sentía la necesidad de compartirlo, de hacerlo mío, de sufrir con ellos tan terrible castigo. A ninguno conocía. Jamás los había visto. Pero ahora eran ya mis hermanos, mis hijos, y yo significaba un blanco paño de lágrimas al que se acercaba perseverante y amoroso aquel cortejo de espíritus sin nombre.

A cuantos fueron viniendo abracé entre sollozos y sonrisas. Mis manos sintieron la dureza de esos rostros, la fiereza de esos bordes, la aspereza de esas pieles, la rigidez de esos cabellos y de aquellas extremidades. Más grande que el pavor que iba apoderándose con fuerza de mí, era mi necesidad de darme a todos ellos, sin entender y sin pretender entender porqué. Mas mis fuerzas menguaron con el constante succionar que hacían de mi cuerpo y de mi alma. La tristeza que empezó a dominarme ya no era la de ellos. Era la mía, infinitamente mayor y abrumadora que la de todos. Poco a poco, enmedio de estertores fatales, me fui desvaneciendo y empecé a perderme entre aquella humanidad, entre esos brazos, piernas, harapos y ojos de mirar vacío. Busqué desesperadamente aferrarme a algo, a alguien, también yo necesitado de amor.

Entonces, sin esperanza alguna, muerta ya cualquier ilusión, en el fondo de aquel túnel escuche lejano el silbato del tren que se acercaba. No podía creerlo!. Es imposible! Aquí ya no llega ningún tren! Pero apareció esa luz y luego un largo, casi interminable e iluminado ferrocarril que extrañamente sólo a mi me devolvió el aliento. Mis hermanos, mis hijos, ya no pudieron reconocerlo ni sentirlo.

Sacando fuerzas de la esperanza aún latente, dificultosamente me incorporé. Entre el humo exhalado por esa máquina percibí una silueta que se acercaba imponente. El áura a su alrededor le daba un brillo especial. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sentía que estallaría cuando me di cuenta de que eras tú. Llevabas el abrigo negro que tanto te gustaba y yo, impulsándome en esa sucia pared me lancé hacia ti.

Me viste. Advertiste mi alegría, la luz en mis ojos enmedio de aquella espantosa oscuridad y...entre nostalgias, diste media vuelta para subir de nuevo al carro 18 que te había traído hasta aquí. Volteaste hacia mí cuando ya lo abordabas, mientras yo, incrédulo, quedé como una esfinge atrapado en el instante mismo de tu desprecio. De nuevo nuestros ojos se encontraron, como aquella vez. Qué hermosos!...siempre los admiré embelezado. Ahora también. En ese instante un relámpago de amor me hizo temblar y caí de rodillas, herido mortalmente por tu crueldad y escuchando el tren al partir. Vinieron otra vez mis hermanos, mis hijos, dándome cobijo entre sus macilentos brazos, sin fuerza. Llegó la noche...la noche eterna.

1 comentario:

Natalia Cariaga dijo...

la noche eterna...
siempre es eterna cuando uno se molesta en mirar la oscuridad evolviéndote por completo, ¿no es así?
El andén me recordó a mi vagón pasando por ahi, a un poema de Lihn... a la ciudad de mi infancia que tenía tren en vez de metro, que quebraba las tardes de sol con su sonido de magia en vez de pasar inadvertido por el subterráneo.

También, cuando leo cosas así, me dan ganas de ser una de esas mujeres que viajan en el carro 18. A las que almas les dedican letras.

Un beso errante para que te encuentre.


Acerca de mí

Nací un martes 13 exactamente a las 00.13 y alguien dijo que por eso estaba emparentado con un ángel desalojado del Paraíso. Tal vez...